La transmutación de la merienda

Esta situación se aplica a cualquiera que meriende
pan bimbo con fiambre, o queso, o hielo picado.

Es decir.
Nosotros, y el 83% de la población del hemisferio norte.

Así que ahí estamos, apoyados en el banco de la cocina
con un plato de pan de molde de miga esponjosa,
y le damos bocados mecánicamente intentando masticar
esa masa blanca, que se hace bola por momentos.

Entonces nos distraemos un instante, para darnos cuenta
de que la tarde se presenta tan desierta
como un sueño en Siberia.

Un hermoso delirio a diecinueve grados bajo cero,
donde no pasa nada. Donde realmente, no vive nada.
Tragamos la bola, transformada por efecto de la lucidez
en una avalancha que desciende salvaje por la garganta,
arrasa la tráquea y estalla contra nuestro esófago.

Ahora tenemos un nido de nieve en las entrañas.
Y las malas noticias nunca llegan solas:
seguimos enteros, sin un rasguño.

Aquí, justo en este punto,
es donde las reacciones se dividen en dos grupos.

Por un lado, están los que se largan cuando la cosa
se pone fea, y apuran un vaso de agua para eliminar
esa sensación de pesadez en el estómago.

Tal vez con éxito.

Por otro, estamos los que sentimos el vértigo y lo abrazamos.
Ya sabes. Los que seguimos caminando hacia la ventisca.

Los que vomitamos si es necesario.

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