Estrategias de resistencia contra el peso de la carne

Las mañanas como esta

en que aprieto fuerte el botón
para que el despertador no suene,
trituro puñados de azúcar blanco
o cierro la ingle al salir de la cama.

Las mañanas de la huida

cuando abro los ojos y ya está ahí,
respirando sobre mi pecho
con un cuello de hueso infinito
y plumas de estructura leve.

Un cisne gigante enroscado en mi garganta.

Que me roza la mejilla con el pico
mientras me vigila con ojos oscuros,
negros, muy cerca de las pestañas.

O del costillar de mi alma.

Ese cisne blanco al que ignoro
sistemáticamente
mientras pienso en cómo
deshacerme de él.

Podría engañarle.

Coger algo aparentemente inocuo:
un violín
mi taza favorita
la hiedra y su maceta
ese saco de hielo del congelador

y lanzárselo cuando esté distraído.

Golpearle la cabeza fuerte
muy fuerte, con furia,
con todas mi fuerzas.

Abatirlo por fin.

Para que abandone su abrazo,
para verlo caer con un susurro
mientras sale de su pico
un fino hilo de sangre.

Porqué no.

De ese modo volvería a ser ligera,
fina, lisa: tan sutil como antes.

Podría incluso abrirle la carne,
robar su plumaje, los instrumentos de vuelo.

Ponérmelos como el aire de su abrigo.

Ser por primera vez un cisne invisible,
saborear el triunfo de la violencia,
beber incluso un poco de su sangre

antes de abrir mis nuevas alas

y lanzarme con ellas al vacío.

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